Los Caracteres
Inmorales.
Serie
de borradores[1] con
descripciones satíricas inspiradas en “Los
Caracteres” de Teofrasto, “Los Caracteres” de Jean de la Bruyère , y -con debidas
reservas- “Los Caracteres y la Conducta ” de
Abenhazam el-Tahirí de Córdoba. Algo de esto campea en “Un cuento para aspirantes a ejecutivos”
de Silo.[2] La materia prima proviene
de la observación de los demás… y de las perspectivas y defectos mismos del
autor.
[2] Silo. Obras Completas Vol. I,
Cartas a Mis Amigos sobre la crisis social y personal en el momento actual.
Primera Carta a Mis Amigos, 6.
EL FARSANTE[1]
Quizá
el cansancio moral de estos tiempos nos va anestesiando para advertir el
aumento de la farsa y los farsantes en nuestra vida cotidiana. O no; pero vamos
perdiendo paulatinamente la capacidad de asombro e indignación, y en algún
grado aceptamos como “natural” que, por ejemplo, un sacerdote se profese hombre
de iglesia y de fe mientras es vox pópuli
su trasgresión del celibato con sus parroquianas o sus niños. Quizá tampoco nos
indigna demasiado cuando esa institución -que debiera garantizar la integridad
de sus ministros- calla en complicidad, sólo lo cambia de lugar de trabajo, y
no se hace cargo de reparar el daño infligido a los fieles.
Algo
similar sucede con el gurú de moda que va acumulando desvergonzadamente lujos y
bienes gracias a la venta de sus discursos (perdón, satsangs) en los que declama la superioridad de lo espiritual sobre
lo mundanal, y lo ilusorio de todo. O el pretendido funcionario probo, presidente
o candidato, que en sus momentos de esparcimiento acosa sexualmente y organiza
orgías con prostitutas para él y sus amigos. O bien primeros mandatarios que
mienten descaradamente a sus países y al mundo, fraguando pruebas para
justificar una invasión y una guerra de saqueo, mientras se fingen paladines de
la libertad y la democracia. Y así siguiendo con innumerables ejemplos. Empleando
con licencia el proverbio de las brujas, aseguro que no creo en los farsantes,
pero que los hay, los hay… y de diversos tipos.
Revelado
como tal por una mirada atenta, hay uno de ellos cuyo discurso estará cargado
de lugares comunes y su estilo de afectación, sus adjetivos serán excesivos y
forzados, su zalamería será empalagosa, su solemnidad será ridícula, su alegría
será artificial, su sonrisa una mueca que no llega a los ojos, su apretón de
manos y su abrazo calculados para producir un efecto. Estos y varios otros son los
indicios risibles que delatan a un tipo de farsante, de aquellos que a veces
provocan vergüenza ajena en quienes los observamos.
Otro
tipo de farsante toma las prendas de otro, se viste con plumas ajenas para
usarlas como disfraz, se maquilla, y sale a escena. Pero su aspecto, su porte y
su contextura delatan despiadadamente que no tiene la talla necesaria para
vestir esas prendas con naturalidad, y que no le pertenecen legítimamente. Imita
los pasos de la danza, pero a todas luces no tiene ni el garbo de los
danzarines ni el ritmo en su sangre. Sabe la letra de la canción, pero ofende
los oídos con su voz desafinada que marcha a destiempo con la música. Recita plagiando
la poesía escrita por otro, pero su corazón no logra captar el sentimiento del
poeta. Y así siguiendo.
También
hay farsantes tan desmedidos como el que se presenta como “empresario de la
industria gastronómica”, cuando de hecho sólo tiene un puesto de venta de
sándwiches en la plaza. Y los hay tan obviamente falsos como esos Papá Noel [2] que aparecen durante las
fiestas navideñas.
Están
los de la seriedad impostada. Por ejemplo, los que tienen un dominio
superficial de los temas que sobrevuelan con solemnidad actoral, queriendo
impostar en vano una erudición o experiencia que no poseen. Nos divierten con
su evidente desproporción entre la pretensión de lo que quieren aparentar y su
efectiva realización torpe y deslucida. Nos recuerdan esos clichés de Hollywood
que representan falsificaciones del tango o del flamenco, bailados seriamente
con esa exageración histriónica rayana en la parodia degradadora. O bien, esos
pretendidos antiguos romanos o griegos que lucen y se conducen como anglosajones
del siglo XX.
Por
cierto, la sobreactuación es el riesgo ocupacional de los que mienten. Todos
sabemos que, en las películas, la sobria afirmación “Regresaré” (I´ll be back) pronunciada por Terminator tiene mucha más coherencia y
consecuencias que las amenazas proferidas con estridencia por un pequeño
pandillero de barrio.
Todas
las organizaciones y actividades humanas dignas de un cierto respeto tienen sus
farsantes. Pero, ¿qué o quiénes son los farsantes? El diccionario nos informa
que son aquellos que fingen lo que no son o no sienten. Los farsantes están
relacionados con la farsa, que es -entre otros- una pieza cómica sin más objeto
que hacer reír, o bien un enredo, trama o tramoya para aparentar o engañar, o
bien, despectivamente, una obra dramática desarreglada, chabacana y grotesca.
Todas estas variantes se entrelazan con distintas proporciones en la persona
del farsante.
Como
el farsante finge ser lo que no es o sentir lo que no siente, tiene algo del
impostor, ya que finge o engaña con apariencia de verdad o se hace pasar por
quien no es. Y esto a su vez lo emparenta con otro de nuestros Caracteres Inmorales:
El Manipulador (ver). El farsante es siempre un manipulador, más no siempre un
manipulador es un farsante.
El
farsante hace pie en las debilidades y las ilusiones que advierte en sus
víctimas, a las que cosifica por hacerlas instrumentos de sus intenciones. Obviamente,
no confundimos al farsante con el actor de cine o teatro, ya que las
intenciones al fingir son distintas, aunque ambos usen la actuación como
recurso. Tampoco incluimos al ilusionista, al prestidigitador o al mago de
salón, que practican su arte con conocimiento de causa del público.
¿Qué
intenciones tiene el farsante? El farsante usa el recurso de fingir o engañar
para obtener algo de otros que, si no lo hiciera, no le brindarían lo que el
farsante desea. Esto puede ser más o menos inocuo, según el caso. Ese algo que
desean obtener al montar una farsa está invariablemente ligado a tres
coordenadas básicas; a saber, dinero (o posesiones tangibles), gratificación sexual
(no paga), o reconocimiento e influencia en forma de fama, prestigio, etc. A su
vez, las tres coordenadas se reducen esencialmente a “consumir”, a “recibir” de
los demás, engordando así su anémico “yo”.
Según
el ámbito en el se mueva el farsante, su farsa usará distintos papeles y guiones:
podrá posar como ciudadano ejemplar, como político abnegado, como creyente
devoto, como intelectual honesto, como periodista independiente, como artista
no-comercial, como patriota comprometido, etc. etc. No negamos que haya casos
genuinos de estos tipos humanos, sino decimos que el farsante –como el
camaleón- adopta la apariencia de ser uno de ellos.
Así
el farsante es también (y debe ser) un imitador Como hacen algunos actores, el
imitador debe inspirarse, en algún ejemplo o modelo real y existente. Como no
puede imitar lo esencial de lo genuino, tenderá a copiar las palabras, los
gestos, las vestiduras y demás características secundarias de aquellos a los
que quiere imitar para su farsa.
Pero,
como su experiencia interna es ajena a la de su modelo, su farsa será siempre
burda. O sea, como decíamos antes, resultará en algo desarreglado, chabacano y
grotesco. Podrá quizá engañar a algunos desprevenidos e ingenuos, pero –como en
El traje nuevo del emperador, de Hans
Christian Andersen- el rey estará siempre desnudo ante los ojos de quienes
verdaderamente son y sienten lo que él vanamente intenta imitar. Ya nos advirtió
La mona de Tomas de Iriarte: “Aunque se vista de seda / la mona, mona se queda.”
Asimismo, el farsante generalmente
no advierte cuan evidente resulta su actuación a los ojos de algunos de su
público. Y no lo advierte, probablemente, por la ceguera que le produce su
vanidad y la subestimación de los demás. Están tan llenos de sí mismos que no
queda lugar para otros: él se ve a si mismo tan grande como pequeños ve a los
demás.
Pareciera creer el farsante que
basta el influjo de sus palabras y gestos para producir el encantamiento; pero
algunos no prestamos atención sólo a esos, sino también a otros aspectos de
igual o mayor significación. Por ejemplo, observamos el desnivel entre lo que
dicen y lo que hacen, la disociación entre sus palabras y el clima que les
acompaña, su comportamiento cuando no están sobre el escenario, la lógica amañada y falaz
con la que el embaucador disfraza su embuste.
Es un hecho paradojal que, así
como los tipos humanos genuinos pueden ver a través del disfraz del farsante,
este último no puede percibir la condición de quienes imita. Más aun, en casos
de farsantes más obtusos, pueden incluso creer que los modelos que ellos imitan
son, en realidad, tan farsantes como ellos mismos… sólo que han tenido más
suerte que ellos o que tienen la ventaja de haber empezado a serlo antes que
ellos. Como reza el proverbio español: “Piensa el mentiroso que así es el otro”.
El
farsante es también un hipócrita, ya que finge cualidades o sentimientos diferentes
a los que verdaderamente tienen o experimentan. Esta división interna entre lo
que dicen, sienten y hacen, los lleva a una contradicción de ribetes
esquizofrénicos. Quizá formalmente trate a los demás como quisiera ser tratado,
pero lo hace por cálculo de retribución y, en definitiva, los está defraudando
con su duplicidad e impostura.
¿Cuál
es el colmo del farsante? Cuando la esquizofrenia en la que viven
cotidianamente hace que comiencen a confundir realidad con ficción, y esto los
lleva a creer morbosamente que efectivamente son aquello que fingen ser. Tanto
se acostumbran a recibir de sus víctimas una respuesta favorable a su farsa,
tal es la realimentación estimulante que generan, que todo hace que terminen
identificándose con la imagen que les devuelve el espejo de la gente. A este
punto, y por ejemplo, ya se convierten en seres ungidos por dios con la misión
de intermediarlo sobre la tierra y sus siervos… y obviamente este “sacrificio” merece
según ellos algunas retribuciones y atribuciones.
Con o
sin asesores de imagen, se multiplicarán las estudiadas fotografías que los
retratan en situaciones oportunas. Sonrientes o con gesto adusto, según
convenga. Abrazando, besando o estrechando manos de quien les dé rédito
mediático. Sólo ente las cámaras vestirán (como payasos) algún atuendo típico
de un país o etnia, bailarán (torpemente) las danzas folclóricas del lugar (¿recuerdan
al Príncipe Carlos en África?), o compartirán (con mal disimulado esfuerzo) la
comida de los lugareños. Los farsantes fingirán ser quienes convenga y “uno
más” entre todos ellos. Y todo esto, si el presupuesto alcanza, puesto en
escena con una coreografía acorde al espectáculo de circo y de vodevil. ¿Cualquier
parecido con los políticos y la política es mera coincidencia?
En
una organización o actividad humana los farsantes pueden existir en tal
proporción o en posiciones de influencia tales que, como consecuencia, hacen
que toda esa organización o actividad cobre el carácter de una farsa colectiva de
farsantes que cometen el atropello, por ejemplo, de lesa inteligencia: cuando
no de lesa humanidad.
Si
para las teocracias de antaño su pretensión absolutista emanaba de un dios, en
el mundo desacralizado de hoy día la soberbia emana de una democracia formal
que siempre encuentra pretextos para postergar el avance hacia una democracia
real. Abundan y prosperan así los farsantes de profesión que se encaraman al poder,
arrogándose el papel de intermediarios e intérpretes insustituibles de aquellos
con quienes medran, y de quienes una y otra vez traicionan impunemente su
confianza y aspiraciones.
A
este punto, los farsantes exhiben otra característica: el cinismo que
demuestran en la desvergüenza con la que mienten, y la insensibilidad en la
práctica y la defensa –con una lógica perversa- de posturas y acciones que generan
violencias de diverso tipo. Siguen el “Miente, miente, que algo quedará” atribuido
erróneamente a Joseph Goebbels, ministro de propaganda durante la Alemania nazi. Pero sí es
suya la frase: “Gobernemos gracias al amor y no gracias a la bayoneta”. Y
sostiene el falsario la mentira con justificaciones, soslayando, negando o
degradando toda evidencia en contra. Su duplicidad se concreta en eufemismos y
oxímoros como “guerras preventivas”, “intervenciones por razones humanitarias”,
empresas extractivas “preocupadas por el medioambiente”, “ejércitos de paz”, alimentos
procesados “100% naturales”, “nuestra empresa es una familia”, y demás.
Los
cínicos farsantes no dudan en aprovechar las oportunidades de provecho que
brindan la ignorancia, la indefensión, los apremios, la necesidad, la candidez,
y demás vulnerabilidades de sus víctimas. Se dirigen a nosotros apelando a lo
que nos es más elevado o deseable, como si ellos lo compartieran; pero es una
artimaña para lograr lo que realmente quieren, esa finalidad que arteramente reservan
para sí. Apelan a valores que ellos mismos traicionan. Sus palabras dicen una
cosa y sus acciones otra. Sus declaraciones son tan grandilocuentes como cosméticas o inexistentes resultan sus
realizaciones.
Pero
el hilo conductor de sus acciones explica de manera más elocuente sus
motivaciones que las declamaciones que usa para embaucar. Invariablemente, los
hechos y las acciones contradictorias del farsante delatarán la falsedad de su
impostura, la brecha entre lo que declama y lo que realmente es o hace.
¿Qué
esperanza nos queda frente a los farsantes? Una de dos: que en ellos sobrevenga
un cambo radical de sentido de vida, fruto quizá de su fracaso interior, o bien
que el imperio de las circunstancias genere condiciones ambientales tales que
los farsantes se encuentren imposibilitados de ejercer como tales y hacer daño.
Para
concluir: ¿Por qué hablamos de ellos? Porque somos aficionados de la
antropología como entretenimiento, y porque no somos indiferentes ante la
violencia que ocasionan a su alrededor. Alertar sobre ellos puede ayudar a
algunas posibles víctimas. Quienes no necesitaran ser alertados, sabrán
disculpar la futilidad de este escrito.
Mail:
fernando120750@gmail.com / Blog: http://fernandoagarcia.blogspot.com
[1] Con
especial dedicación y reconocimiento al célebre mexicano Javier Solís
(1931-1966) y su popular obra “Farsante” (consultar http://www.youtube.com/watch?v=TPsFjQw5e8M)
[2] Santa Claus, San Nicolás, Viejito (o Viejo) Pascuero o Colacho, según los países.
Muy bueno Fernando!!!
ResponderEliminarbuenisimo FERNANDO
ResponderEliminarExcelente y muy util su difusiòn!!!
ResponderEliminarAnónimo, muchas gracias por tu comentario. Tienes toda la libertad de difundirlo como creas conveniente. Un abrazo, Fernando
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